Alberto Ruy Sánchez escribe de esa manera enajenada y tan representativa. A veces me siento así tal como él tan inmersa en el entorno y tan distante de él al mismo tiempo. Por eso lo destaco, empezando la vida blogiana (si es que ese termino existe), para recordar por que escribo, por que además de mi profesión hay otras cosas que me impulsan y me hacen sentir viva. Escribir, por sobre todo sirve para saber como sonaria eso mismo en voz alta. Eso me reconforta.
Tres veces lo mismo
Me pides que me vea escribiendo y no sé por dónde empezar. Tengo la extraña sensación de escribir todo el tiempo, de diferentes maneras entretejidas. ¿Puedo separarlas?
Me descubro escuchando a alguien hablar y voy contando sus sílabas, deshaciéndolas y armándolas con otra intención, con otra fuerza. Me descubro reeditando mentalmente una película o una novela, o una secuencia de imágenes. Me veo tocándolo todo, oliéndolo todo, imaginándome a qué sabe o a qué sabría con un poco más de eneldo o azafrán o humo o sudor salado. Me descubro tocando la piel de alguien, oliéndola sin querer, desentrañando la aurora boreal de sus pupilas y muchas veces recuerdo mejor esas sensaciones que el nombre de quien al pasar me las ofrece. Me descubro hipnotizado por algo que sucede y que va tomando la forma de un río de realidades que me cuento callado, contando sílabas, como canción nueva. Me descubro en el metro interrogando en silencio a los que van dormidos, a los que empujan por el placer microcanalla de ejercer esa violencia, a los que miran sin mirar. Me descubro fascinado por lo que ha sido hecho con las manos, desde un cartel accidentalmente lacerado hasta un platito de palma tejida, o cerámica. Me descubro recolectando materiales de muy diversa naturaleza: imágenes sueltas, historias incompletas, texturas más que textos, sorpresas, horrores, ideas. Por alguna extraña razón me interpelan. Me gustaría llamar a este momento de mi escrituraRecolección de asombros.
Como consecuencia me veo felizmente hundido en un caos de materiales, un torbellino fabuloso que nunca cede. Y entonces viene la obsesiva necesidad de poner unas cosas aquí y otras allá. No tanto imponerles un orden como dejar que fluya una lógica entre ellas. No establecer cajones y expedientes sino dejar que mis manos y mis ojos vayan produciendo collages con los fragmentos que van tomando otro sentido al estar juntos. Un día los pongo aquí y al siguiente tal vez en la basura. Y por la noche o a la semana regreso a ver si puedo recuperarlos. Para pegar todas esas cosas uso un hilo de palabras que ante mis ojos, en mi boca, vuelve al mundo collar, flujo, transcurso, discurso. Decenas de papelitos cada día, de archivos abiertos, de versiones y más versiones, de notas y bolas de papel volando o decenas de .doc que hacen clic al entrar a mi ciber papelera. Otro basurero abultado que me ayuda a jugar creativamente con el caos es la memoria, o más bien el olvido. Colecciono cosas que de pronto ya no están y a veces ni siquiera sé que las he perdido. Pero nada es perfecto y todo puede regresar cuando menos se le espera. Recordar inesperadamente se puede volver epifanía, revelación de lo excepcional: poema. Pero en esta etapa todo es boceto, todo es acercamiento, experimentación, proyecto interminable. A este segundo momento de mi escritura me gustaría llamarloLaboratorio de montajes. Como en el comienzo del cine se hablaba del montaje como algo más experimental que la edición narrativa actual. Como lo hacía Eisenstein en los veintes y treintas o Dusan Makavejev en los setentas. Este segundo momento de mi escritura es un fin en sí mismo que, como el anterior, nunca se acaba. No necesariamente va hacia la obra publicable, su vocación es lúdica, obsesiva, gozosa, improductiva, estética, desvergonzadamente privada pero no necesariamente secreta.
Mi tercer impulso de escritura sucede entretejido simultáneamente con los anteriores y se explica sólo por ellos y con ellos. Quiero llamarlo Ritual de composición. El collage de collages cambia de piel en este momento y se convierte en un objeto artesanal ritual. En una trama de revelaciones. Sucede en una especie de trance cotidiano que quiere ser fiel al mismo tiempo al delirio naciente y a la buscada perfección de la forma. Descubre, plantea y resuelve problemas narrativos concretos. Muchas veces complejos. Es intelectual e instintivo. Es un momento de perversión y neurosis extremas. No funciona en mí por disciplina sino por obsesión. No es un deber es un hiperplacer que no excluye cierto ardor erótico. Diariamente estoy lleno de una tensión que se va convirtiendo en las palabras de la historia que me he propuesto contar. Todo en función de la búsqueda, más o menos ambiciosa de un proyecto específico a largo plazo. Una obra que planeo como los artesanos azulejeros de Marruecos planean y ejecutan durante años esos tableros abstractos que combinan en perfecta geometría hasta 99 formas distintas de azulejos. Lo hago de día o de noche, gozando el insomnio si tengo suerte de que suceda, con lápiz, con tinta, en mi máquina o en la que encuentre. Solo o con gente alrededor. De cualquier manera una multitud cantante y parlanchina me habita.
Me descubro escuchando a alguien hablar y voy contando sus sílabas, deshaciéndolas y armándolas con otra intención, con otra fuerza. Me descubro reeditando mentalmente una película o una novela, o una secuencia de imágenes. Me veo tocándolo todo, oliéndolo todo, imaginándome a qué sabe o a qué sabría con un poco más de eneldo o azafrán o humo o sudor salado. Me descubro tocando la piel de alguien, oliéndola sin querer, desentrañando la aurora boreal de sus pupilas y muchas veces recuerdo mejor esas sensaciones que el nombre de quien al pasar me las ofrece. Me descubro hipnotizado por algo que sucede y que va tomando la forma de un río de realidades que me cuento callado, contando sílabas, como canción nueva. Me descubro en el metro interrogando en silencio a los que van dormidos, a los que empujan por el placer microcanalla de ejercer esa violencia, a los que miran sin mirar. Me descubro fascinado por lo que ha sido hecho con las manos, desde un cartel accidentalmente lacerado hasta un platito de palma tejida, o cerámica. Me descubro recolectando materiales de muy diversa naturaleza: imágenes sueltas, historias incompletas, texturas más que textos, sorpresas, horrores, ideas. Por alguna extraña razón me interpelan. Me gustaría llamar a este momento de mi escrituraRecolección de asombros.
Como consecuencia me veo felizmente hundido en un caos de materiales, un torbellino fabuloso que nunca cede. Y entonces viene la obsesiva necesidad de poner unas cosas aquí y otras allá. No tanto imponerles un orden como dejar que fluya una lógica entre ellas. No establecer cajones y expedientes sino dejar que mis manos y mis ojos vayan produciendo collages con los fragmentos que van tomando otro sentido al estar juntos. Un día los pongo aquí y al siguiente tal vez en la basura. Y por la noche o a la semana regreso a ver si puedo recuperarlos. Para pegar todas esas cosas uso un hilo de palabras que ante mis ojos, en mi boca, vuelve al mundo collar, flujo, transcurso, discurso. Decenas de papelitos cada día, de archivos abiertos, de versiones y más versiones, de notas y bolas de papel volando o decenas de .doc que hacen clic al entrar a mi ciber papelera. Otro basurero abultado que me ayuda a jugar creativamente con el caos es la memoria, o más bien el olvido. Colecciono cosas que de pronto ya no están y a veces ni siquiera sé que las he perdido. Pero nada es perfecto y todo puede regresar cuando menos se le espera. Recordar inesperadamente se puede volver epifanía, revelación de lo excepcional: poema. Pero en esta etapa todo es boceto, todo es acercamiento, experimentación, proyecto interminable. A este segundo momento de mi escritura me gustaría llamarloLaboratorio de montajes. Como en el comienzo del cine se hablaba del montaje como algo más experimental que la edición narrativa actual. Como lo hacía Eisenstein en los veintes y treintas o Dusan Makavejev en los setentas. Este segundo momento de mi escritura es un fin en sí mismo que, como el anterior, nunca se acaba. No necesariamente va hacia la obra publicable, su vocación es lúdica, obsesiva, gozosa, improductiva, estética, desvergonzadamente privada pero no necesariamente secreta.
Mi tercer impulso de escritura sucede entretejido simultáneamente con los anteriores y se explica sólo por ellos y con ellos. Quiero llamarlo Ritual de composición. El collage de collages cambia de piel en este momento y se convierte en un objeto artesanal ritual. En una trama de revelaciones. Sucede en una especie de trance cotidiano que quiere ser fiel al mismo tiempo al delirio naciente y a la buscada perfección de la forma. Descubre, plantea y resuelve problemas narrativos concretos. Muchas veces complejos. Es intelectual e instintivo. Es un momento de perversión y neurosis extremas. No funciona en mí por disciplina sino por obsesión. No es un deber es un hiperplacer que no excluye cierto ardor erótico. Diariamente estoy lleno de una tensión que se va convirtiendo en las palabras de la historia que me he propuesto contar. Todo en función de la búsqueda, más o menos ambiciosa de un proyecto específico a largo plazo. Una obra que planeo como los artesanos azulejeros de Marruecos planean y ejecutan durante años esos tableros abstractos que combinan en perfecta geometría hasta 99 formas distintas de azulejos. Lo hago de día o de noche, gozando el insomnio si tengo suerte de que suceda, con lápiz, con tinta, en mi máquina o en la que encuentre. Solo o con gente alrededor. De cualquier manera una multitud cantante y parlanchina me habita.
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